Martín no podía con su mochila. Cada vez que se la colocaba sobre su espalda, él se convertía en un verdadero burro de carga, en un gigantesco camión, en un caracol enorme con su caparazón multicolor o simplemente en un niño de quinto año llevando una mochila que pesaba como trescientos quilos. Bueno, tal vez no tanto, pero el mismo Martín reconocía que a veces era insoportable llevar tanto cargamento; más aún cuando bien sabía que en su interior tenía dos o tres útiles y como doscientos y trescientos inútiles: una regla rota, un compás herrumbrado, dos sacapuntas de plástico que no servían para nada, varias gomas de pan que en lugar de borrar ensuciaban, los lápices por un lado y cada punta por otro, libros descuajeringados, cuadernos arrugados, algún chicle viejo pegado en el fondo, restos de alfajor, dos cartas de amor que nunca contestó (una decía: «me quiero casar contigo y tener muchos higos» y a Martín le dio mucha rabia que pensaran que él era una higuera), figuritas que ya nadie coleccionaba, dos bolitas, la foto de un ídolo de fútbol, un autito con la pintura descascarada, el atlas viejo que tenía países que ya no existían, un diccionario nuevito, sin uso, y una infinidad de diversas pelusas, pelos y polvillo mezclados con la viruta de los lápices y otras suciedades antiquísimas. ¡Ah! también marcadores secos y un pomo de la impertinente cascóla que más de una vez se había secado en la punta impidiendo su salida. Martín recordaba muy bien aquella clase de dibujo donde había que pegar papeles de colores sobre una inmensa cartulina y él apretó con todas sus fuerzas el fastidioso pomito desatando un cañonazo de cascóla que cayó sobre la mesa como un puré y desparramó lluvia de gotitas blancas sobre los compañeros que formaban el grupo de aquel trabajo colectivo. En fin, esa era la carga de su mochila infernal que lo convertía en un ropero caminante, una grúa del puerto, un camello de dos patas con inmensa joroba, pero eso no era lo peor.
Martín debía viajar en ómnibus hasta la escuela, cosa que hacía todos los días. Ese transporte colectivo por lo general venía bastante lleno, lo que significaba una verdadera dificultad para él y su mochila. Cuando ya estaba arriba, siempre que el vehículo arrancaba, salía a los tumbos por el pasillo hacia el fondo y ahí empezaba la cosa. Primero apretaba alguna espalda, se apoyaba sobre la cola de otro o quedaba trancado entre un asiento y el cuerpo de alguien gordito. Pasadas esas primeras dificultades, los pasajeros que estaban sentados sobre el corredor tenían que esquivar el enorme bulto de Martín que avanzaba en demoledora marcha hacia el final del ómnibus. Más de una mujer con pollera debía evitar que se le engancharan las medias con la consiguiente rotura (salvo que fueran de esas medias que dicen que no las rompe ni una picadora de carne) o trataba que la falda no quedara agarrada de algún broche de la mochila y marchara con enganche y todo quedándose desnuda en el pasillo. A pesar de los murmullos y los nene, teme cuidado, sácame la mochila de ahí atrás, ay, córrete y otras expresiones, Martín seguía su curso.
En la puerta trasera vio que dos hombres interrumpían el paso. El pidió que uno de los dos le tocara el timbre para descender, cosa que hizo gentilmente el más gordito. El ómnibus se detuvo, abrió la puerta y Martín logró pasar entre las dos personas, pero su mochila no, y muy lejos de quitársela para facilitar la pasada y descender (él no se la sacaba ni para dormir), Martín tiró, tiró, tiró y tiró hasta que salió como estornudado con mochila y todo, pero no como un estornudo delicado y mucho menos como esos que no pasan la punta de la nariz o chocan contra los dientes y los labios apretados y apenas dejan oír un atchis o chis solo, no, nada de eso. Martín bajó como un estornudo cíe esos bien atronadores, moquientos y estruendosos, acompañados de una llovizna total, desparramado, propio de los peores resfríos de invierno. Así aterrizó sobre la vereda, pero con un salto de atleta olímpico se puso de pie sin sacarse la mochila, dijo un montón de palabras que no es necesario repetir en este cuento porque cada uno se las puede imaginar, y continuó hacia la escuela. En el trayecto se encontró con sus amigos que también traían abultados cargamentos, convirtiendo así al grupo en una manada de dinosaurios que marchaba riéndose, empujándose del cordón a la pared y viceversa, llevándose árboles y columnas por delante hasta la entrada de la escuela que parecía un hormiguero, un panal de abejas, la entrada del estadio un día de clásico o simplemente una escuela como aquella, donde Martín descargó su mochila sobre el pobre pupitre que, como todos los días, gritó UUYY, aunque nadie lo oyera, soportando heroicamente el peso de la carga y la inquietísima cola de Martín.
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